Eran sobre las 11 de la mañana, y comenzaba a desperezarse el caos turístico que hace de Santiago en realidad su pura esencia.
Al comienzo de la calle, un músico de cierto virtuosismo me alegró con una de Sabina. Además de las clásicas, de las que me gustan "... vivo en el número 13, calle melancolía, quiero fugarme hace años al barrio de la alegría, pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía.." Quebada perfecto entre los soportales de la Rúa do Vilar.
Apenas una docena de pasos más alla, una gitana con acento rumano intentó darme la buenaventura con una rama de romero. La esquivé como pude y seguí mi recorrido.
Por último, a medida que me acercaba a la Plaza de Platerías y tras esquivar a un tuno que por su edad podría ser mi padre, comencé a oir el repiquetear de los canteros que se afanan en rehabilitar una de las torres de la Catedral. Mazo y cincel como hace más de 500 años. (os regalo foto del momento)
Mi postura ante este caos había sido siempre de rechazo. Me agobiaba el "merchandising" absurdo y las mareas humanas que dificultan el transitar. Sin embargo, el repiquetear de los canteros que restauran la Torre del Reloj, me hizo pensar, que en el fondo, el escenario era perfecto.
Pensé que en realidad eso era la esencia misma de Santiago de Compostela. Una ciudad empeñada durante casi una eternidad en construir una Catedral. Andamios y canteros. Peregrinos y buscavidas unidos para siempre en el eje del mundo. En el sueño de la obra perfecta.
Ya no me molestaban tanto los grupos de turistas. Si obviamos sus ropas, quizás llevasen allí cientos de años. Han pasado una y otra vez recorriendo Europa para ver la catedral. La de Santiago, la del fin del mundo.
Ya me parecían menos agobiantes las pitonisas de ocasión, los tunos postizos y los músicos de mejor o peor virtud. Ellos también llevaban allí tanto tiempo como los peregrinos. Unos son parte de los otros y viceversa.