La decisión de acabar siendo arquitecto, fue, como muchas cosas en la vida, fruto de una composición de situaciones, imaginación y fantasia que derivó en lo que ahora soy.
He leido grandes biografias de grandes arquitectos, de grandes pensamientos, de grandes hechos, pero lo mio fue más de zapatillas que de "tacon de aguja".
A principios de los 80 comencé a pasar los veranos con mi abuelo paterno, que tenia una empresa de ferralla (realiza toda la parte metálica que necesita la construcción de una obra).
Por las mañanas, venía a buscarme, y comenzábamos el dia visitando las obras.
En esas obras, si eran de cierta entidad, había dos grupos de personas. Las de manos ásperas y "celtas cortos", a las que mi abuelo saludaba con un gesto y una persona a la que tratábamos de usted.
Mi abuelo solia decir "este es como si fuera el arquitecto. Atiende bién a lo que nos diga". Hablábamos de estribos, armados, montajes, negativos y positivos, y en poco tiempo aprendí la jerga de este asunto.
Más adelante descubrí que ese señor al que tratábamos de usted, era generalmente el aparejador de la obra, con el que con anterioridad habíamos quedados citados para revisar la obra.
Un día, mi abuelo, tomando un poco de aire, me dijo serio: "hoy vamos a ver al arquitecto". El tono en que me lo dijo, y el darme cuenta de que la chaqueta que llevaba no era la que usaba a diario para la visita de nuestras obras (yo las habia incorporado a mis propiedades porque sinceramente disfrutaba de ese mundo de andamios, encofrados y puntales), hizo que me diera cuenta que el asunto era de cierta importancia.
Fuimos en el coche bueno, un R-18 que no hacia mucho había estrenado, y dejamos nuestro habitual e incansable 127 en el taller.
Recuerdo que era una entreplanta en el centro de Gijón. Era una oficina amplia y diáfana cun una docena de personas sobre tableros, ocupados en amplias hojas de papel cebolla. De una sala salía un fuerte olor a amoniaco.
Esperamos un poco. Mi abuelo se entretuvo hablando con una persona que se levantó de un tablero, y a la que por el trato debía de conocer.
Nos recibió un señor en torno a los 50 años, que se dirigía a mi abuelo como "Piña" y mi abuelo le contestaba siempre de usted. Era EL ARQUITECTO.
Si, lo pongo en mayúsculas, porque esa fue la impresión que yo me llevé. Al poco tiempo, llegó otro señor que tuteaba a mi abuelo (creo que era el promotor de la obra) y se liaron un buén rato a hablar de la obra, los costes, etc, pero yo me quedé admirado de lo que me rodeaba.
Las enormes mesas de dibujo, con esas lámparas llenas de muelles y sus inmensos papeles. Escuadras y cartabones, compases y esas divertidas reglas triangulares que parecía que escondían algún misterio oculto, y que más tarde descubrí que se llamaban escalímetros.
Yo quería ser como aquel señor al que todos trataban con respeto (al menos aparente), y que era capaz de ser la cabeza visible de todo ese mundo tan aparentemente anárquico, que hacía posible levantar un edificio.
Pasadas unas semanas le pregunté a mi abuelo, como si no quiere la cosa, que hacía falta para ser arquitecto y el me contesto: "estudiar mucho, y ademas en Madrid."
Eso ya fué la guinda de mi fantasía particular. Que todo ese conocimiento, solo se pudiera recibir en Madrid, destapó el tarro de mi imaginación adolescente. Como sería ese sitio tan especial, en Madrid, donde uno entra persona y sale arquitecto. Decididamente, quería ser arquitecto.
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