domingo, 12 de septiembre de 2010

Vendo sensaciones

Tras el parón veraniego, donde he realizado un importante esfuerzo por neutralizar mis neuronas más rebeldes, se acerca el otoño, la rutina del trabajo y asomo la nariz por esta pequeña ventana al mundo.

Mientras cumplía con la rutina matutina de la espuma y la cuchilla, en la radio una tertulia sin mucha profundidad, analizaba un grave problema que azota a la humanidad:
Los ricos, es más, no los ricos a secas, sino los ricos muy ricos, riquísimos, se aburren en sus sempiternas vacaciones.

Si señoras y señores, a los ricos riquísimos les irrita que Mónaco o S. Tropez se llene cada verano de chusma asalariada, que aunque admira sus inmensos yates y sus espectaculares coches, pues eso, al final del verano te sueltan eso de "yo estuve de vacaciones en Mónaco como ese fulano mega rico".

Y que decir de esas islas paradisicacas con impuestos de cuento de hadas, que gracias a una infinita flota de cruceros para todos los bolsillos, se llenan de pensionistas y acarameladas parejas en luna de miel. Tampoco son ya signo de exclusividad para que se vea que soy rico, riquísimo o mega rico.

Así que puestos en esta tesitura y en este grave problema mundial, una tipa muy lista, explicaba en la tertulia que ahora ya están salvados. Han inventado el "turismo de sensaciones". Un turismo mega caro, por supuesto, que ofrece al super mega rico lo que no se puede comprar con dinero. LAS SENSACIONES.

Según explicaba, se trataba de pequeños hoteles, perdón, quise decir "resorts", super, super exclusivos, donde uno puede disfrutar de la puesta del sol, de una comida entre amigos (los amigos son de pago, por eso son tan pluscuamperfectos), y cosas de estas tan exclusivas que te escojonas por la pata. Eso si, para que nos demos cuenta del nivelazo de lujo, al que nunca podremos aspirar, tienen servicio de limpiagafas, para que la puesta de sol sea perfecta, y con colocar un pequeño banderín en posición erecta, los amigos-colegitas de pago, desaparecen educadamente y uno se queda tranquilo y sin amigos.

Que quereis que os diga. Llevo dos meses de verano disfrutando de mis más entrañables amigos, y los míos no tienen precio. Nos hemos sentado en la mesa a disfrutar del buen llantar y hemos tertuliado sin usar absurdos banderines. Tengo unas hermoas puestas de sol en mi modesto jardín, y por el momento soy capaz de limpiarme yo solito las gafas.

Que no os engañen. Las sensaciones no tienen precio. Alguien está pensando en mercantilizarlas para que nos sintamos desdichados por no tener dinero y no poder tener las sensaciones de esos ricos, cada vez más ricos.

Pues no. Las sensaciones no cotizan en bolsa. No tiene precio. Cada uno tiene las suyas, y esas son las mejores del mundo mundial. No hay mejores sensaciones con más dinero. Por mucho que se empeñen, aún quedan dos o tres cosillas en este mundo que no se miden en dinero y que nos hacen a todos un poquitín más iguales y sobre todo felices, infinitamente felices de diminutas sensaciones de felicidad.

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